Manifiesto de la Poética de la sencillez

(con raíces en el neorrealismo emocional, la métrica clásica, la experimentación estética y la memoria afectiva)


I. Escribir desde el sur del cuerpo

Mi poesía no pretende parecer sabia.

No busca deslumbrar, sino decir con verdad lo que duele, lo que tiembla, lo que queda.

Escribo con voz baja, pero con fondo antiguo.

Lo que parece sencillo no lo es: debajo hay métrica invisible, oído afinado, una arquitectura sutil que no presume de su solidez, una herencia de la que me siento honrado y orgulloso.


De Javier Egea aprendí que el verso tiene pulso, ritmo y oficio; que la poesía es también inventiva: una forma de construir con precisión lo que otros llaman inspiración. Me enseñó que no hay que tener prisa, que hay que romper más de lo que se escribe, y publicar menos de lo que se rompe.

De Luis García Montero, que el poema puede narrar sin dejar de ser lírico, que toda emoción tiene raíces ideológicas, y que hay belleza también en la claridad y la cercanía.

De Juan de Loxa, que el poema se extiende más allá del papel: en la voz, en el objeto, en el acto. Él me enseñó que la poesía también se monta, se diseña, se escenifica.

Y desde lo teórico, mi voz se apoya en dos pilares: Juan Carlos Rodríguez, con quien aprendimos a leer la poesía como forma histórica de pensamiento, y Mariano Maresca, que me mostró la crítica como arte que acompaña, custodia y provoca. Mariano entendía la literatura como un espacio íntimo y a la vez colectivo, donde lo no dicho pesa tanto como la palabra. Su mirada fue siempre de poeta, incluso cuando callaba. Su legado late en el cuidado por el manuscrito, en la ternura por lo inacabado, en la convicción de que escribir también es custodiar los fragmentos, como quien guarda libretas sin estrenar sabiendo que también ahí habita la poesía.

Y de mi abuelo Antonio Láinez Eizaguirre, que me leía —cuando aún no entendía los versos, pero ya me calaban por dentro— a su tocayo Antonio Machado y a Rafael Alberti —“gaditano como yo”, solía decir, “aunque del Puerto”— heredé la obsesión por la rima, el oído para la musicalidad.

Él insistía en que los poemas debían sonar bien antes que nada.

Todo empezó ahí.

La cadencia.

El gusanillo.


II. Técnica invisible, emoción medida

Trabajo con sonetos disfrazados, ovillejos camuflados, églogas actualizadas.

Uso el verso libre con el respeto de quien lo ha medido antes de soltarlo.

La métrica es mi esqueleto, la ironía mi defensa, la emoción mi lengua.

Los poemas no buscan parecer espontáneos, sino verdaderos.

No quieren parecer fáciles, sino trabajados hasta sonar naturales.


Como ha dicho Luis García Montero:

“Bajo la sencillez, está la técnica madura del verso.”


III. Territorios que escriben

Mi vida se ha dividido entre Estepona, Granada y los Países Bajos.

Cada lugar ha dejado una respiración, un acento, una pregunta.


Estepona me dio la raíz y el mar.

Granada, los libros, la tribu, los maestros.

Ámsterdam y Utrecht, la mirada desde fuera, el ritmo de otro tiempo, el extrañamiento fértil.


Entre Estepona, Granada y los Países Bajos he aprendido a mirar distinto, a escuchar de otra forma.

No es que haya una mezcla clara; es más bien una forma de estar en el mundo que se cuela en lo que escribo.


IV. Poesía como escena

Uso voces que no son la mía para decir lo que no me atrevería en primera persona.

Faquires, mujeres barbudas, caballeros cansados, suicidas elegantes.

Pero debajo, estoy yo.


La poesía es mi teatro íntimo.

Y el lector es parte de la función.


Epílogo

No hay épica aquí.

Solo un poeta que escribe con lo que tiene:

la memoria, el oído, el cansancio y la duda.

Y una palabra que insiste.


Eso es todo.

Y con suerte, suficiente.

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El video poema que lo inició todo