Votar contra uno mismo (y seguir creyendo que eso te salva)

Los datos, la amenaza y el espejo

Acabo de leer un artículo en InfoLibre que me ha hecho pensar en algo que me sucedió esta pasada semana en la feria de mi pueblo, Estepona. El titular dice:

“Los nacidos en el extranjero que más votan prefieren al PP y se auto ubican cerca de la extrema derecha”.

Me resulta imposible no vincularlo con lo que vivimos mi hijo Pablo, su amigo Ibra (de origen marroquí pero con DNI español) y yo. Lo que parecía una noche tranquila acabó revelando, de nuevo, cómo opera el racismo cotidiano en España. Y también, quizá, por qué algunos votan a quienes menos les defenderían en situaciones así.

Los datos del CIS lo confirman: venezolanos, colombianos y marroquíes fueron los colectivos nacidos en el extranjero que más apoyaron al Partido Popular en las últimas elecciones. En el caso de VOX, el segundo grupo más numeroso entre sus votantes con origen extranjero es también venezolano. Por el contrario, las fuerzas progresistas —Sumar, PSOE, incluso ERC o Bildu— apenas logran atraer ese voto, a pesar de ser quienes más han defendido la regularización de personas en situación administrativa irregular.

Esta misma mañana hemos escuchado la propuesta de que, para poder “sobrevivir como país” y preservar “la esencia española”, hay que expulsar a unos ocho millones de inmigrantes. Incluso personas que han nacido en España pero de padres extranjeros. Es decir, VOX quiere trumperizar la política nacional y lo llaman reemigración, concepto que -en Europa- introdujo AFD en Alemania y que causó un gran revuelo porque recordaba a otros tiempos.

¿Es esto una contradicción? ¿Una paradoja? Puede parecerlo. Pero en realidad es un reflejo perfecto del funcionamiento del sistema. No es una excepción, sino su lógica interna: cuando sufres discriminación, muchas veces lo que deseas no es justicia, sino dejar de ser discriminado. Y el camino que algunos creen encontrar para eso es parecerse a quien les margina. Un ejemplo extremo de esta dinámica es Bertrand Ndongo, el rostro negro más visible dentro de Vox: un hombre negro, migrante, que defiende sin matices un discurso abiertamente xenófobo y racista. No es una excepción, sino la demostración más grotesca de cómo el sistema puede hacerte desear formar parte de él incluso cuando te desprecia.

La aceptación como castigo

Cuando alguien ha sido señalado por ser migrante, por tener un acento, por no tener “papeles”, por vestir distinto, por no llamarse Luis sino Ibrahím o Dayana, no siempre se rebela. A menudo, lo que busca es aceptación. Y muchas veces, esa aceptación se compra reproduciendo el discurso de quien manda: “yo no soy como esos otros”. La derecha lo ha entendido muy bien. No necesita prometer nada: basta con ofrecer la ilusión de orden, pertenencia y normalidad. La izquierda, en cambio, ha confundido el tener razón con tener presencia. Ha perdido el cuerpo a cuerpo. Ha desaparecido de los márgenes.

Lo que ocurrió en Estepona

Este pasado jueves, durante la feria de Estepona, llegamos desde Granada por la tarde y subimos directamente al ferial. Yo sabía que unos familiares suelen acudir cada día a la caseta privada El Tajo, así que pasamos por allí por si acaso estaban. Y efectivamente, allí estaban. El portero nos marcó para que pudiéramos entrar y salir sin problema. Ibra no es un desconocido. Es prácticamente un hermano para mi hijo. Se conocen desde que tenían nueve o diez años. Ahora Pablo tiene veinte e Ibra, diecinueve. Han crecido juntos, han compartido casa, escuela, veranos. Pero nada de eso bastó para evitar lo que ocurrió.

En cuanto mis familiares se fueron a tomar unos churros, todo cambió. Un hombre sentado en la barra con su hija —uno de esos tipos tensos, con más poder de clase que de criterio— empezó a increpar a Ibra. Que si estaba mirando. Que por qué miraba. Me acordé de Golpes bajos cuando vi que el hombre se volvía hacia mí: “¿Tú qué miras?”. Le dije que no lo miraba a él. Se sumaron otro amigo suyo y un camarero. Acabé siendo agarrado por el cuello y sacado a empujones. Lo que se conoce como un matacaballos.

Llegó la policía local. Tres patrullas. ¿A quién interrogaron primero? ¿Al padre blanco que había sido agredido? ¿Al hijo? ¿A los trabajadores del bar? No. Fueron directamente a por Ibra. Le pidieron el DNI. Él, con razón, respondió: “¿Por qué tengo que darlo si no he hecho nada?”. Le dije: “Anda, dáselo”. Entonces, y solo entonces, se dieron cuenta del escenario que estaban generando, y nos pidieron también el DNI a Pablo y a mí. Ni los miraron. Les echaron un vistazo superficial y los devolvieron en cinco segundos. También a Ibra. Pero ya daba igual: el foco, la sospecha, la secuencia de poder, estaba trazada. El orden, establecido.

Al día siguiente, un agente se cruzó con ellos por la calle. ¿Y qué le dijo a Ibra?

“¿Cuándo te vas a tu tierra?”

Eso es lo que entienden por orden.

Como si lo hubieran escrito para este verano, Golpes Bajos lo dejaron grabado en 1983:

“No mires a los ojos de la gente / me dan miedo, siempre mienten.”

No era solo una letra oscura: era una advertencia contra la vigilancia, el juicio, el poder que decide quién puede mirar y quién debe bajar la cabeza.

En la feria de Estepona, esa frase cobró cuerpo. Mirar fue suficiente para convertirse en sospechoso. Mirar fue el delito.

Canción-flecha de la Movida que parece hablar de fiestas y cuerpos, pero en realidad describe un estado de alerta social. Bajo su ritmo sinuoso y bailable, No mires a los ojos de la gente no celebra nada: advierte. El estribillo no es consejo emocional, sino advertencia política: “No mires a los ojos de la gente… / me dan miedo, siempre mienten.” Habla del miedo como forma de estar en sociedad. De la vigilancia. Del anonimato impuesto. Del simulacro. Golpes Bajos convirtió la pista de baile en un campo de tensión: allí donde otros celebraban, ellos denunciaban.

¿Qué hacer desde la izquierda?

Si la izquierda no quiere seguir perdiendo el voto migrante, no puede limitarse a decir que “está con ellos”. Debe actuar. Y rápido.

  1. Repolitizar el discurso migrante

    Basta de reducir la defensa de los migrantes a la compasión o al relato de “víctimas”. Hay que nombrar con claridad la explotación laboral, el racismo institucional y la hipocresía legal como problemas estructurales, no como “excepciones”.

  2. Hacer pedagogía de clase con y desde los migrantes

    La izquierda necesita ganar -o al menos igualar- la batalla ideológica también en internet. Hay que llevar a cabo una pedagogía política en red: formación, encuentros, círculos de palabra. No solo servicios: conciencia. Invertir en procesos formativos colectivos: círculos de escucha, talleres políticos, espacios donde el migrante no sea solo sujeto asistido, sino agente con voz. Migrantes organizados hablando por sí mismos: no portavoces ilustrados blancos hablando “por ellos”. Listas electorales, liderazgos barriales, autonomía. Promover candidaturas migrantes de izquierda con poder real, no solo decorativas.

  3. Denunciar el pacto encubierto entre PP y Vox sobre asimilación y expulsión

    El “quien no comparta nuestros valores, fuera” debe ser combatido con claridad. No todo lo que se dice “valor” es ético. El racismo y el clasismo no son valores: son dispositivos de exclusión. La izquierda sigue creyendo que tener razón es suficiente. Que defender la regularización, hablar de derechos o denunciar el racismo estructural basta para ganarse la confianza de quienes han sido víctimas de ese mismo sistema. Y no. Porque no se puede establecer un vínculo si no hay presencia, si no hay escucha, si no hay comunidad.

  4. Construir comunidad, no solo agenda electoral

    En muchos barrios, la izquierda no existe. Ni en las casetas de feria, ni en las oficinas de extranjería, ni en las colas de los supermercados, ni en los espacios donde se sobrevive. Existe en los discursos, en los informes, en los hashtags. Pero no está. Y por eso pierde.

    La izquierda debe dejar de aparecer solo cuando hay elecciones. Necesita recuperar la calle como lugar político: los barrios son trincheras o refugios. La izquierda debe elegir qué quiere que sean. Porque hay que estar cuando una vecina es desahuciada, cuando un trabajador migrante sufre acoso, cuando se vulneran derechos. La confianza se gana en la vida, no en los mítines. Estar. En las ferias, en las oficinas, en los institutos, en los mercadillos, en los portales. Donde vive la gente, no solo donde se discute sobre ella.

    La gente vota con el estómago, con la memoria de la humillación y con el deseo de no volver a pasar por lo mismo. Quien ha sido “ilegal”, quien ha sido cacheado, quien ha tenido miedo a la policía, quien ha tenido que callar para no ser expulsado, no vota pensando en la justicia global. Vota para no volver a temblar.

La próxima vez que se hable de “paradoja” al analizar el voto migrante, habría que cambiar la palabra. No es paradoja. Es estrategia de supervivencia. No repetir que es “paradójico” lo que en realidad es sistémico. Y mientras la izquierda no lo comprenda, la derecha seguirá ganando allí donde más daño ha hecho.

Crónica visual de una feria española

(Texto publicado el pasado sábado en mis redes sociales para denunciar el hecho)

En la Feria de Estepona, todo parece alegría, luces, globos y churros…

Pero basta mirar bien para ver el doble fondo:

casetas privadas, poderosos que se ofenden por una mirada,

camareros que expulsan a empujones a quien no pertenece.

🎩 ¿Miraste hacia el lugar equivocado? ¿O solo veías la lista de precios?

No importa. Ellos deciden. Ellos mandan.

Y la policía, ahí está.

No para protegerte.

Sino para proteger el orden que les protege a ellos.

Porque la policía no actúa de forma neutral:

actúa con criterios clasistas y racistas.

Y sin embargo…

📜 Como escribió Pasolini:

“Porque los policías son hijos de pobres…

la madre encallecida, el padre sin autoridad, la casucha en los márgenes…”

Son los hijos del pueblo puestos a servir al poder,

vestidos como muñecos, entrenados para no sonreír nunca más, separados, humillados, convertidos en engranaje.

🤡 Como el payasito que gatea en esta escena,

también ellos llevan un disfraz impuesto.

Ser odiados lleva a odiar, decía Pasolini.

Y el poder lo sabe: por eso los coloca como muro entre ricos y pobres, como frontera viva.

Ayer fue Valle Giulia.

Hoy es Estepona.

Ustedes, los “correctos”, los de la razón, pueden ser también los hijos de papá.

Y ellos, aún equivocados, siguen siendo los hijos de la miseria.

🎈 Alegría bajo control es exactamente eso:

control sobre quién ríe, quién entra, quién obedece,

y quién se arrastra debajo de la cinta,

solo para mirar de lejos lo que nunca será suyo.

Tener la sensación de no ser nadie,

sentirse inútil, desplazado,

caer en la rutina

de las mañanas muertas y de los crucigramas,

de las mañanas muertas y de los crucigramas,

de las mañanas muertas y de los crucigramas,

y no poder,

o no saber,

o no querer,

o no poder

salir de ahí.

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Javier Benítez Láinez, ganador de la edición 2025 de la Residencia en Barcelona para escritores de Granada